martes, 3 de julio de 2012

El nombre de Dios.



El nombre de Dios.


“La ciencia tiene todas las respuestas, solo hace falta tiempo para encontrarlas”


El tiempo se le acababa, ya no era tan ágil como antes. Cada vez le costaba más subir las escarpadas cumbres. Dentro de poco su Dios lo llamaría para dar por finalizada su estancia entre los vivos. Estaba preparado para la muerte. Tenía hijos fuertes que harían que su sangre perdurara en el tiempo. Había amado y había sido amado. No le tenía miedo a la muerte, sabía que no era el final, que en otro lado sería recibido por Dios para ser inmortal. Aquí quedaría sólo su cuerpo inerte, vacío de vida.

Las últimas noches se había estado despertando antes de que saliera el sol, un sueño aterrador no le permitía descansar. A su edad era muy importante reponer fuerzas para enfrentarse a la vida diaria.

Aún de día, mientras contemplaba las cabras pastando, volvía a su cabeza el sueño que le rondaba en las oscuras noches de la isla. En él una extraña voz le decía que debía contemplar la cara de Dios antes de morir, pero cuando intentaba recordar su nombre nada le venía a la mente. ¡Había olvidado el nombre de Dios! Lo que empezaba siendo un simple pensamiento se convertía en una terrible pesadilla. Él siempre había honrado al Creador, nunca le faltó el respeto y siempre le entregó la mejor comida de la que disponía. Sin embargo en el sueño sentía que le había fallado, que lo había ofendido. ¿Cómo se puede respetar a alguien del que no se recuerda el nombre?

Lo buscó en todos los recuerdos que se agolpaban en su cabeza. Lo buscó en sus mismos sueños, en las paredes donde los más antiguos dejaron extraños signos grabados, en las viejas canciones infantiles que recordaba y hasta en los consejos que su padre le daba a la luz del fuego. A pesar del esfuerzo todo era inútil, no podía encontrarlo. No podía morir sin recordar el nombre de Dios, por eso juró ante él que lo honraría pronunciando su nombre en voz alta, con orgullo.

Desde que ese pensamiento lo atrapó estuvo preguntando a los que encontraba en su camino cuál era el nombre de Dios sin encontrar respuesta. Todos se encogían de hombros y lo miraban de forma extraña, como si estuvieran contemplando a un loco.

Los que antes eran sus amigos se apartaban de él. Tenían miedo de que los extranjeros se enteraran de sus intenciones. El Dios de sus antepasados estaba mal visto. Los que creían en él y aún le rezaban, lo hacían de noche y a escondidas. Decían que el nuevo Creador de los extranjeros tenía mucho poder.

Nunca entendió ni entendería al nuevo Dios. Sus hermanos que hablaban la nueva lengua le habían contado una extraña historia de un Creador que murió. El sabía que su Dios nunca moriría y menos a manos de unos simples mortales. ¿Cómo podía Dios tener una madre? Patrañas, inventos de los extranjeros para hacernos olvidar al Dios que creó el mundo.

Se rumoreaba que los señores de la Torre iban a prohibir que la gente siguiera creyendo en divinidades que no fueran las que ellos traían. Todos tenían miedo al castigo de los extranjeros. Por esa razón, la comunidad había preferido olvidar el nombre del Dios que sus antepasados les había enseñado en el cercano Atlas. Nadie en su sano juicio podía querer de verdad enfrentarse a los extranjeros, ya habían dado muestras de lo que eran capaces de hacer cuando no se cumplían sus órdenes.

A pesar de ese miedo el pueblo decidió no compartir con los recién llegados el lugar donde su Dios se les manifestaba. Ese sería un secreto que moriría con ellos, nunca permitirían que la Cruz se adueñara de ese santo lugar. Ya nadie recordaba quién había creado el santuario.

Quizá con el paso del tiempo nadie recordará ese lugar. Morirá junto al nombre de Dios. Esa idea le corroía el alma. ¿Qué castigo recibiría su pueblo por haber olvidado el nombre de Dios? ¿Y si le preguntaba a un servidor del Dios de los extranjeros? A lo mejor este podía recordarle el nombre del primer creador.

Cuando contó esa intención al consejo de ancianos estos se enfadaron. No podía descubrir el lugar donde moraba Dios. Los extranjeros no podían entrar en el templo de su divinidad. Si andaba haciendo preguntas a los extranjeros estos podrían intentar conocer a la fuerza el templo. Debía olvidar el nombre de Dios y el nombre del lugar donde ellos le rezaban.

Intentó razonar con ellos pero fue inútil. No comprendía cómo su gente podía renunciar a su Dios. Él nunca lo haría. Los sueños le habían marcado su destino. Los mayores le prohibieron continuar su búsqueda. Tenían miedo de recibir el castigo de los extranjeros por su culpa. Debía elegir, cesar en el empeño de recordar el nombre de Dios o arriesgarse a traer la muerte a la comunidad. Difícil elección. Si por lo menos pudiera borrar de su cabeza los sueños podría vivir sus últimos días en paz consigo mismo y con su Dios. 

Los hombres se están apartando del camino divino. Se están buscando explicaciones a los extraños fenómenos que pasan a nuestro alrededor donde no esté presente la voluntad divina. ¿Cuál será nuestro futuro si abandonamos al Creador? Él nos dio la vida, el ganado, la palabra, las flores, la agricultura y el agua. En vez de agradecerle esos regalos y venerarlo nos olvidamos de su nombre. Si seguimos por este camino recibiremos el castigo que nos merecemos, como el Dios de los extranjeros los castigó a ellos con un diluvio que arrasó la vida. Sólo unos pocos se salvaron, ¿Sería su familia elegida por su Dios para seguir en el mundo?

Ahí está el fuego, nos alumbra en la oscuridad, fortalece nuestros recipientes de barro y nos hace agradable la comida. ¿Quién sino un Dios puede crear tanta maravilla?

No habría futuro si no se recordaba el nombre de Dios. Él había aprendido que su vida no era suya. El Creador marcaba su camino, ponía en sus pasos pruebas de obediencia. Incluso a veces le hacía daño para recordarle que era su siervo. En la comunidad había empezado a correr el rumor de que su Dios les había abandonado. Había huido temeroso del Dios de los extranjeros. ¡Tonterías¡ Seguro que existía una explicación para las cosas que estaban cambiando apresuradamente la vida de la isla. Solo el Creador tiene la respuesta y solo él decidirá si nos hace partícipes de ella o no.

¿Y si todo era consecuencia de haber olvidado el nombre de Dios? Existía esa posibilidad. El Creador podía haber mandado a los extranjeros para aniquilarlos como castigo. Si eso fuera así le tocaría a él salvar a su pueblo.

Estaba solo, nadie lo apoyaría. Solo Dios, en la distancia podría ayudarle a recordar su nombre. ¿Hay mayor muerte que el olvido? ¿Acaso en las noches claras su gente no se sentaba alrededor del fuego a rememorar las hazañas de sus antepasados? ¿Acaso esa no era la única forma de que su espíritu permaneciera junto a ellos?

En tiempos remotos toda la comunidad conocía el nombre de Dios. Sin embargo ya nadie se acordaba cómo lo llamaban los antiguos. Asumiría el riesgo. Necesitaba ver por última vez al Creador y pronunciar su nombre antes de abandonar el cuerpo donde su alma vivía.

Todo parecía haber vuelto a la normalidad. Poco a poco los días iban pasando. Era consciente de que cada vez el tiempo y los extranjeros iban ganando la partida. Su vida se fue poco a poco convirtiendo en un infierno. Su cuerpo cada vez respondía peor al esfuerzo y su mente cada vez seguía buscando con más insistencia la respuesta a su gran duda.

Tenía que hacer algo, algo que le permitiera cumplir el designio que su sueño le había marcado. Cuando el sol se ocultaba en el mar se decía a si mismo que esa noche sería el momento oportuno para ver a Dios y decir en voz alta su nombre. Sin embargo, nunca sacaba las fuerzas necesarias para emprender el camino. Sabía que cuanto antes lo intentara sería más fácil lograr sus propósitos. Los pies cada vez le pesaban más, sus manos perdían fuerza a la hora de saltar con su largo palo los barrancos.

Siempre creyó que cuando envejeciera se uniría a los ancianos que asesoraban al pueblo. Sin embargo su búsqueda del nombre de Dios le había apartado de esa posibilidad. Era un proscrito. ¿Se podía recibir el rechazo común solo por querer recordar el nombre de Dios y querer verlo antes de morir? Parecía que sí. De todas formas, pensaba, ¿quién quiere unirse a un grupo de viejos que reniegan de su Dios?

Comprendió que el día señalado había llegado cuando intentó subir una pared escarpada en busca de una cabra perdida. Le faltaba el aire, algo en su pecho lo golpeaba de forma frenética. Miró hacia abajo y sintió que su cabeza daba vueltas y lo sumergía en la nada. Abrió los ojos, se sentía caliente. Le costó acostumbrar su vista a la oscuridad y se preguntó si estaría muerto.

Se vio a sí mismo rodeado de la luz brillante del Sol, las caras de sus antepasados aparecían ante él e intentaban hablarle pero de sus bocas no salía ningún sonido. Agudizó su oído, esperaba que alguna de ellas le revelara el nombre de su Dios. Su mente entró en una confusión absoluta. Cruces, velas de barcos, el sol, signos grabados en piedra y espirales giraban a su alrededor cada vez de forma más frenética.

Pronto escuchó una voz que le hablaba muy cerca, era la de su hijo. Este le contó cómo lo había encontrado tumbado en el suelo, casi muerto. Entre varios lo trajeron a su cueva y allí estuvo varios días delirando. Preguntaba, de forma insistente, cuál era el nombre de Dios.

Intentó levantarse. Le dolía todo el cuerpo pero a pesar de ello estaba sonriendo. Descansaría un día más y esa noche iría a ver a Dios y le preguntaría directamente a él cual era su nombre. Con un poco de suerte el Creador lo acogería a su lado y le reconocería la sumisión que le profesaba. Había llegado su momento. No podía seguir esperando. La caída podía ser la señal que estaba esperando. Dios le había hablado. Por fin el Creador decidió darle un soplo de vida para que recordara. No podía decepcionarle, ya le había fallado olvidando su nombre, ahora tenía que pedirle perdón y ganarse de nuevo su confianza. Sí, lo haría, asumiría su compromiso. Dios estaría orgulloso de él.

La mente se le aclaró, agradeció a su Dios sin nombre la oportunidad que le ofrecía y trazó su plan. Pasó el resto del día durmiendo. Necesitaba reponer todas las fuerzas que aún quedaran en su viejo cuerpo. Esperó que todos se acostaran a descansar. Cuando no escuchó ningún ruido a su alrededor abrió los ojos y se puso en pie.

Cogió su bastón, un recipiente con leche y manteca, besó a su familia y emprendió el camino para ver a Dios. Sabía que por su condición social no le correspondía poder verlo y mirarlo fijamente, eso solo lo podían hacer algunos elegidos del grupo. Sabía, además, que si era seguido por los extranjeros traicionaría a su pueblo. En su interior algo le decía que no lo descubrirían. Presentía que lo estaba llevando al encuentro el propio Creador.

Si por lo menos pudiera recordar su nombre, recordar cómo lo llamaban sus ancestros cuando lo contemplaban en la lejanía, sería mucho más feliz el tránsito hacia la otra vida. Iba a ser un privilegiado, el mismo Dios le revelaría su nombre.

Tenía que encontrar la manera de no ser detenido por los guardianes de Dios. Cada noche, varios elegidos, se encargaban de proteger el santuario divino. Nunca había entendido por qué todo lo que tenía que ver con el Creador estaba limitado a sólo algunas personas especiales.

Caminó despacio, apoyándose en su palo. Una energía especial estaba actuando en su cuerpo. Poco a poco se sentía más fuerte, más activo. Esa recuperación solo podía ser cosa de un ser divino, impropio de este mundo. Quedaba ya poco tiempo para que saliera el sol. Tenía que llegar al encuentro con Dios antes de que amaneciera, en caso contrario fracasaría.

Tras varias horas de abrupta subida por fin llegó al santuario. Miró a ambos lados y vio a varios individuos que dormitaban ante la puerta de entrada al lugar sagrado. Tenía que encontrar la forma de despistarlos para poder entrar en la que iba a ser su última morada. Cogió en su mano una piedra con la intención de tirarla lejos. El ruido atraería a los guardianes y él aprovecharía el momento, para con sus últimas fuerzas, ver a Dios y recordar su nombre.

Cuando estaba a punto de tirar la piedra escuchó a sus espaldas unas voces que no entendía. Eran extranjeros. Nunca había podido aprender su idioma, era casi impronunciable. Posiblemente habían subido a la montaña a robar ganado. Si se encontraban con los guardianes podía ocurrir cualquier cosa.

¿Estarían sus hermanos dispuestos a morir para proteger a su Dios y su templo? Tenía sus dudas, muchos de sus hermanos se habían acomodado a la nueva vida de los extranjeros. ¿Y si en vez de luchar venden su secreto por un poco de vino? ¿Y si Dios lo hubiera llamado para que muriera luchando por él? Pronto sabría la respuesta.

Cuando los foráneos se encontraron con los nativos se desató una feroz lucha. Espadas contra palos y piedras. Rápidamente los guardianes se cambiaron de lugar con la intención de que si resultaban muertos sus cuerpos no estuvieran cerca de la puerta de entrada al santuario. El combate cada vez se iba haciendo más salvaje. Era consciente de que su presencia en la lucha iba a ser más un lastre que una verdadera ayuda. Por esa razón optó por entrar en la cueva despacio, presentía que iba a vivir el momento más feliz de su existencia.

Se sentó en el suelo, colocó a su lado la leche y la manteca. Junto a ella depositó, como si fuera un rito, sus pertenencias. Varios punzones hechos de huesos de cabra que había heredado de su padre y una piedra pulida que cortaba la piel de un solo tajo. Sería su ajuar funerario. Miró a su alrededor y se imaginó a los antiguos en aquel lugar, dispuestos como él a admirar a Dios. Sintió su presencia y cómo estos le reconfortaban. Por fin creía haber encontrado comprensión en su búsqueda del nombre de Dios.

Fuera se había hecho el silencio. Esperó y nadie entró en el recinto sagrado. Ganara quien ganara el combate, el lugar estaba aún a salvo de los extranjeros. Se sintió único, fuerte y pensó que su sacrificio agradaría a Dios.

En ese momento cayó en la cuenta de que su cuerpo no sería tratado para la otra vida. No le importó, él iba a llegar a Dios de forma directa y no necesitaba que su cuerpo venciera el paso del tiempo. Su carne se descompondría, sería pasto de los bichos.

En su cabeza empezó a ver, a cámara lenta, su vida. Se vio jugando con amigos que ya no estaban. Se tiraban piedras los unos a los otros sin darse. Luego rememoró cuando su padre, que ya estaría con Dios, le permitió por primera vez hacerse cargo del ganado de la familia. Sintió la mano cálida de su compañera cuando le dijo que iban a tener un hijo. En su pecho acurrucó su cuerpecito pequeño, frágil. Sus ojos se llenaron de lágrimas recordando la última vez que estuvo junto a su mujer, antes de que desapareciera tras la llegada a la isla de los primeros barcos extranjeros.

Se quedó dormido. Una vez más, la última, su sueño le volvió a la cabeza. ¿Cómo se llamaba Dios? Suspiró, se relajó y miró hacia el fino agujero labrado en la piedra. En su juventud había oído hablar de su existencia. Nunca se imaginó que lo vería en persona y que terminaría sus días junto a él. Afinó la vista para amoldarla a la oscuridad. En pocos segundos su cara se iluminó. Allí, frente a donde se encontraba, estaba el mismísimo Dios, brillando en la oscuridad, destacando de forma magnífica en la noche.

El nombre de Dios era eterno. Había sido pronunciado hacía miles y miles de años y se seguiría pronunciando dentro de miles y miles de años. Quizás otro hijo de Dios volvería a repetir su valentía a la hora de luchar y morir por recuperar el favor del Creador. Los humanos irían muriendo, las cosechas irían pasando, las lunas y los soles se sucederían hasta el infinito pero solo había una cosa que no cambiaba, su Dios.

La piel se le erizó. Dios estaba con ellos desde el principio de los tiempos, había guiado los pasos de sus antepasados y ahora guiaría el paso de sus hijos y nietos. Una vieja leyenda señalaba que Dios avisaba a sus súbditos cuando el río sagrado se desbordaba. Nunca había visto un río. Seguro que Dios se lo iba a enseñar en cuanto estuviera en su presencia.

Se sentía feliz, aunque empezó a notar como un brazo se le agarrotaba y como algo estallaba dentro de su pecho. Su muerte estaba llegando, miró a Dios a través del pequeño agujero labrado en la pared de la cueva e intentó decir su nombre, llamarlo para recordarle que estaba allí esperando unirse a su luz. Sin embargo una vez más no logró que su boca articulara ninguna palabra. No recordaba el nombre de Dios.

No podía permitirse morir sin recordar su nombre, no entendía por qué el Creador no se lo decía ya, el tiempo se acababa. A lo mejor su intención era esperar a su muerte para por fin revelarle su verdadero nombre. Todo empezó a oscurecerse, sus pulmones dejaron de bombear aire y su corazón se paró. Sus labios se quedaron quietos, con un gesto extraño, que pretendía  pronunciar el nombre de Dios.

En sus ojos, aun abiertos, se reflejaba claramente la luz que entraba en la Cueva de Las Toscas, en la Gomera, proveniente de Alfa Canis Majoris HD 48915. 

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